OPINION EDITORIAL
Rolando Robles PARTE I
¿Existe Realmente Una “Diáspora” Dominicana?
Tal pregunta me ha aguijoneado por años; y no ha sido por la imposibilidad de encontrar una respuesta firme sino, porque creo que el planteamiento de por sí, implica un concepto de Estado y por tanto, el Estado dominicano ha debido tomar cartas en el asunto desde que los residentes fuera del país pasamos de ser el 1% de la población nacional.
Actualmente hay en el Exterior, casi 2 millones de dominicanos (cerca del 20% de la población nacional), somos el 45% de la población total trabajando a pleno empleo y aportamos con las remesas, sobre los 10 billones de dólares en divisas al país anualmente.
Aunque la cantidad no sea lo más relevante, es evidente que si tantas personas, nacionales de un país tan pequeño como el nuestro, no sienten la presencia y el respaldo del Estado y sus Gobiernos, terminarán por desconectarse del vínculo que los une a su nación, se “transculturizarán” más rápidamente y con la muerte de sus abuelos, se romperá totalmente la conexión con nuestro país. Las consecuencias de este desastroso proceso, será la disminución gradual del envío de remesas, primero, luego la eliminación total y posteriormente, la desconexión de nuestros muchachos con sus raíces.
El asunto en cuestión se complica, a partir de la realidad existente en nuestra comunidad del Exterior. Somos mayormente, un pueblo de gente trabajadora, que viene con un corazón henchido, deseos de progresar y dos laboriosas manos. Por lo general, no traemos un gran acervo cultural en la valija, pues somos una nación muy joven, de menos de 200 años de existencia; tampoco tenemos las herramientas básicas de esta sociedad y por tanto, nos cuesta hacer el crossover, la inserción total en este “primer mundo”. La barrera del idioma nos limita y perdemos un tiempo precioso “aprendiendo las nuevas reglas del juego”.
Con un escenario tan adverso, es entendible que “sobrevivir” sea nuestro primer objetivo y en consecuencia, no reparemos en los temas de carácter estratégico. Es ahí donde debe entrar el Estado dominicano, para ayudar a definir los planes y colocarnos en las mejores condiciones de competencia. Si no sabemos ¿qué somos como comunidad?, nunca podremos plantear la agenda correcta, la “hoja de ruta” que nos pueda conducir al desarrollo pleno.
Aún así, hay que reconocer que hemos tenido algunos aciertos. Pero no ha sido por la influencia del Estado dominicano en sí, ni siquiera por las acciones del liderazgo local o insular que gravita de forma parasitaria en el seno de nuestra comunidad. Mas bien, hemos escogido la correcta opción de invertir en la segunda generación, por ejemplo, sólo por esas ansias de superación que nos son comunes a todos los emigrantes. Hoy día, más y más muchachos nuestros se están graduando en las universidades y escuelas técnicas, exclusivamente porque sus padres no desean que pasen los mismos trabajos que pasaron ellos al venir. Y eso dice mucho de nosotros; y es grandioso que así sea.
Este introito sirve para ambientar las preocupaciones que tengo sobre el empleo de la dichosa palabra denominada “diáspora”, un complemento incorrecto e imprudente del gentilicio dominicano. No se sabe con certeza cuando apareció en el vocabulario de Ultramar por primera vez, pero si sabemos que desde entonces se repite como si fuese una verdad de Perogrullo. Suponemos que es atractiva para los “líderes y comunicadores” nuestros, porque implica cercanía con los judíos, una comunidad que siempre nos ha resultado fascinante; aunque con la fundación del Estado de Israel en 1948, se suponía la desaparición del término en su alcance más amplio.
Definitivamente la comunidad dominicana en el Exterior no es, ni puede ser, ni mucho menos nos debe interesar que se nos identifique como si fuésemos en realidad una “diáspora” y veamos el por qué hacemos tan categórica afirmación. Lo primero es que todos los textos consultados al respecto, coinciden en que existen varias condiciones muy claras, para que una comunidad sea considerada como una “diáspora”. Veamos:
El grado de dispersión
Ciertamente, “diáspora” implica algún nivel de dispersión en el mundo de una comunidad étnica, nacional o religiosa. De hecho, etimológicamente hablando, el término viene del antiguo idioma griego y es una traducción precisa de “dispersión” o “diseminación”. Está claro que los dominicanos, lo que menos estamos es “dispersos” por el mundo; nos concentramos en comunidades y constituimos de inmediato grandes nichos o “gettos”. Y si bien es cierto -como se afirma- que probablemente “haya un dominicano en cada país del mundo”, no menos cierto es que “el dominicano busca al dominicano”, donde quiera que esté y que además, “trae a toda la familia”.
La salida forzosa de su país
Esta es otra de las condiciones que definen una “diáspora”, a la luz de la experiencia judía, y desde luego que no se presenta en el caso nuestro. El exilio forzado durante la Era de Trujillo y después de su muerte y de la revuelta de abril de 1965, nunca alcanzó cifras significativas en relación a la totalidad de la población. Es muy cierto también, que la gente se iba a Venezuela en los años 60 y 70, en grandes cantidades, pero lo hacía voluntariamente. Por igual, nuestros muchachos “cogieron la yola hacia Puerto Rico” en los años 80’s, pero no eran obligados a ello; aunque debemos precisar que sí eran inducidos a hacerlo, y que dicha “presión” venía fundamentalmente, por el grado de desigualdad social imperante.
Debe apuntarse aquí también, que el Gobierno dominicano promovía indirectamente tales aventuras, “haciéndose de la vista gorda” al permitir que altos funcionarios Militares y civiles, amasaran grandes fortunas con “el peaje” cobrado por esta práctica malvada. Dejar salir las yolas, era y es el negocio de “siempre ganar” para el Estado dominicano. Cuando un joven nuestro se embarca rumbo a Puerto Rico, de entrada, le quita presión a la caldera social; si naufraga y se ahoga o un tiburón se lo come en el Canal de La Mona, no hay que gastar ni siquiera en su entierro. Pero si se salva, a la semana está mandando dólares a sus familiares, que son divisas gratuitas para el país. Esta es la única explicación de la indecente indiferencia estatal a los viajes ilegales a Puerto Rico, que siempre se pudieron evitar.
La imposibilidad de volver
Cuando los judíos eran expulsados de Israel o Judea, sus territorios eran ocupados por los nuevos invasores, que se adueñaban de ellos. En estas circunstancias, ellos no tenían la posibilidad de retornar voluntariamente; de ahí la diseminación obligada por el resto del mundo. Creo que nadie -en su sano juicio- puede argumentar que los dominicanos estamos en una situación similar o parecida. Es todo lo contrario, los dominicanos sueñan eternamente con ese retorno “triunfal y definitivo” a su terruño querido. Aunque la situación nacional, la realidad existencial de cada uno y las costumbres adquiridas, tengan la última palabra en esta decisión.
Sin embargo, tenemos que reconocer que, a pesar de las acciones venales e indirectas del Estado para propiciar la migración, nunca tuvimos que “salir huyendo” del país por la fuerza de un enemigo externo o de una política de Estado planificada para ello.
La desaparición de su país original
Se necesitó que pasaran más de 2600 años desde la primera expulsión de los judíos (586 AC, hacia la Mesopotamia), hasta 1948 (fecha de fundación del Estado de Israel) para que -amparados en un arreglo de las potencias colonizadoras a mediados del siglo XX- se le reconociera un espacio propio y “definitivo” a los descendientes de David, quien es considerado el “padre fundador” del Estado de Israel.
Aún y cuando reconocemos que el Estado Judío se “refundó” por mandato de las Naciones Unidas, mediante la autoridad que el hecho de haber ganado la II Guerra Mundial le confirió a las cinco potencias del mundo en ese momento: Estados Unidos, Rusia, Inglaterra, Francia y China; hemos de señalar aquí, que los judíos siempre habitaron esas tierras de Oriente Medio y que en modo alguno se puede considerar su asentamiento como una imposición absoluta contra los palestinos.
Este arreglo, implicó la división de los tradicionales territorios de Palestina y Judea en ocho partes, concediéndoles al nuevo Estado de Israel la mitad (+/-) de los terrenos expropiados, y sobre ellos se asentó el pueblo y el nuevo Estado judío. En el caso de Palestina, y acicateados por la Liga Árabe de entonces, nunca se aceptó la partición y a consecuencia de ello, hoy no tienen una patria definida, por lo menos físicamente. Pero ese tampoco es el caso de los dominicanos.